Cantavieja
Siempre me ha provocado cierta curiosidad el porque en el Maestrazgo las mujeres tienen una luz especial en la mirada. Durante mi niñez, en las tardes de verano en la calle de los Toros en Alcañiz observaba a mi abuela que se sentaba a coser en la puerta de casa, y cocinaba a fuego lento la comida, esperando a que viniera mi abuelo el forestal de marcar pinos.
Las conversaciones de mi abuela siempre han rondado en torno a su pueblo, Cantavieja, y con sus ojos azules como un mar de promesas, me describía con cariño sus años de juventud, trabajando duro en la panadería familiar, yendo andando a la Iglesuela a casa de su “TÍo primo” ,cantando albadas aderezadas con ritual de mata cerdo con su hermana Teresa, mientras su hermano Benigno pintaba en solitario los paisajes de las Masías.
Cantavieja permanecía en la retina de mi infancia como aquel lugar lejano, oculto, misterioso, adusto pero a la vez cercano y mágico. Mis recuerdos juveniles se identificaban con las visitas al lavadero, los toros, las comidas en casa Francisca, el frio helador y las raciones de vino en la peña Umbasove.
Hoy en día Cantavieja permanece viva en lo alto de la atayala. Se muestra hierática en el horizonte de roca con esencia de historia. Probablemente Dino Buzzati encontraría allí su Desierto de los Tartaros particular. Quien no conoce Cantavieja estoy seguro que la primera sensación es sobrecogedora Las calles en invierno rebosan silencio, pero este silencio es aparente. Cuando sus habitantes te abren la puerta de su casa amurallada, encuentras cercanía, amabilidad y ganas de conversar, siempre con esa timidez clásica de las personas acostumbradas a vivir por encima de los mil metros. Cantavieja poco a poco te va atrapando, y los viajes relámpago de los inicios, con el consiguiente miedo a quedarte solo con el coche en la noche callada de invierno se torna en necesidad de permanecer más tiempo allí para sentir la esencia de la tierra en el corazón de la montaña callada.
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